viernes, 23 de marzo de 2007

El origen de mis amores

-¡Santo Poder de Jesucristo, Redimido y Sacramentado de los huertos!- exclamé con la mayor sorpresa que mi ser me permitió.
-¿Qué te pasa, Wendy?- dijo sobresaltada Silvia al ver mi inesperada reacción.
-No, nada- contesté sin dejar mi sorpresa de lado- Sólo que siempre que lo veo, algo dentro de mí se activa. Es instinto.

Silvia sólo sonrió con una expresión lastimera.
Como la expresión que se le hace a algún demente cuando se le encuentra en pleno éxtasis frente al motivo de su locura.

Sin pedirle su opinión, de manera muy directa, obligué a Silvia a seguirle casi cuatro cuadras.
Cada vez que se detenía, yo también me detenía a contemplarlo y a recrear mis pupilas con esa gracia y ese porte. Todo eso que me ha hecho vibrar desde que tengo uso de razón.
Desde la primera vez que lo ví.

Lo recuerdo: Estaba impecable. Me lo encontré camino al kinder. Me acababa de bajar del autobus cerca del Parque Menéndez. Mi madre me llevaba consigo casi corriendo, pues a mis escasos seis años ya sabía de carreras y de clareadas.

Era mi primer día de escuela.
Los nervios, los juegos y las dudas hacían replegar más mi caminata. Esto sin duda alguna, molestaba a mi madre que no sólo debía lidiar conmigo, sino también, con el hecho de llegar temprano a su trabajo.
De pronto, lo ví. Ahí estaba.
Cinco metros adelante de mí iba lo más hermoso que he visto en mi vida.
Ese día cambió mi existencia por completo y para siempre.

Lo seguí. Lo seguí como desde entonces, tantas veces lo he siguido siempre que me lo encuentro.
Con la vista, con el cuerpo, con la mente, con mis manos y con el corazón. Siempre busco ir con y trás de él.
Ese día simplente no le quité la mirada de encima.
Era perfecto en su conjunto. Todo él tenía armonía.

A penas tres cuadras. Tres cuadras que me bastaron para grabar cada centímetro y detalle de él en mi mente y en mi corazón. Me enamoré perdidamente de él.
No podía despegar la vista. Creo que nisiquiera parpadée.
Lo seguí con la vista hasta que llegó a su destino. Al que yo-desde ese momento-buscaría hacer mi destino.

Fue desde entonces que me idioticé como nadie, creo yo.
Es ese tan claro y vivo recuerdo de mi niñez, el culpable de quién soy ahora y de quién busco ser.
Es lo que mi hermano fue e inevitablemente, es el culpable de lo que mis hijos llegarán a ser, si es que Dios me los regala.

Así fue. Así será.

Luego de seguirlo lo suficiente como para drogarme y dejar un buena piscina de baba detrás de él, le sugerí a Silvia que cruzáramos en un semáforo del centro de la ciudad. Ella asintió, diciéndome que ya era hora que se me quitara la cara de idiota que llevaba.

Ahí lo dejé. Siguió su camino.
Lo dejé ir, pero sólo por esa vez.
Aún en la distancia lo volvía a ver de vez en cuando, mientras repetía para mí estas palabras: "Cuídate. Esa presenica y elegancia no la tiene nadie".


(Dedicado a todos los niños que han vestido, visten y vestirán ese uniforme. Con las disculpas del caso: Todos son unos papasitos y están bien buenos :p)

3 comentarios:

ErickoiciruaM dijo...

¬¬ porqué tengo la impresión de que viste a algún salesiano???... n_nU fuera de la golosidad del escrito, es uno bueno... Ciao Mariposa Golosa

Ernesto Bautista dijo...

Hm. Un salesiano.

Wendy Aparicio dijo...

Erick: No es golosidad. Es mi esencia. Sí, ví un salesiano; pero el escrito no es exactamente sobre él.
Ernesto: Sí, un salesiano. Pero, insisto, es más que eso.

El escrito no es más que una pequeña parte de una anécdota de mi niñez. Encierra más que eso.
Pero sí, va dedicado a ustedes los niños guapos, papasitos y rebuenos...este...digo...a los salesianos.
:p